Eso sí que no


La mitad de los platos del armario tenían muescas que dejaban ver lo que se supone que tiene que permanecer escondido. A veces los cogía tapando las imperfecciones con el dedo, como si estuviese mostrando el plato a alguien sin soltarlo y aquella estrategia fuera la táctica de encubrimiento definitiva. Pero nunca había nadie allí. La casa a veces estaba limpia y la basura no se acumulaba en la terraza, creando un maravilloso laberinto en el que los gatos disfrutaban corretear. Otras veces, el sonido de sus pasos por el pasillo, destruía todo elemento de sorpresa, con pequeñas piedras restregándose con afecto contra el parqué, y si alguien llamaba a la puerta, empujaba bolas de polvo lejos con soplidos desesperados. A simple vista, la escoba parecía no ser capaz de cumplir sus funciones, y la fregona tan rígida que era muy posible que se pudiera romper como un témpano de hielo contra el asfalto. Las cajas de pizza tenían su propio horario y marcaban que había llegado su hora asomando, apiladas, por la ventana. “Ya nos queremos marchar”, parecían susurrar con un cierto punto de tristeza. Aunque nada de aquello le molestaba demasiado, ni siquiera sacar sus zapatos de debajo de la cama luchando con la fauna del lugar, no. Tampoco que los rayos de sol que a veces tocaban sus cristales quisieran llamar la atención sobre las manchas que danzaban proyectando sombras chinescas. Lo único que realmente le molestaba era que quien limpiaba el pasillo frente a su puerta, parecía empeñado en no hacerlo bajo su felpudo. Si algún día volvía a escuchar sus herramientas de tortura otro lunes por la mañana, puede que reuniera fuerzas y saliese a llamarle la atención: parecía creer que no se iba a dar cuenta y, eso, no lo podía permitir.

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